Angustia, eso es lo que sienten muchas personas al avecinar su llegada al lugar de trabajo. Incluso, existe una fobia relacionada exclusivamente con el miedo de ir a laborar, la ergofobia. Me pregunto qué tanta importancia le está dando el sistema a la falta de responsabilidad emocional de algunas organizaciones, porque cada día más sube el porcentaje de personas con este síndrome que decanta en ataques de pánico y ansiedad, estados que acarrean las personas a los otros ámbitos de su vida.
Un día Nelson Mandela dijo que su lucha era sobre la supremacía blanca, pero también de la negra, ya que lo que necesitaba el mundo era ser más equilibrado y con oportunidades para todos. Por eso, veo realmente interesante que haciendo una analogía con los ideales de Mandela, entendamos que las organizaciones necesitan un balance entre la rentabilidad, el bienestar de los colaboradores y la dimensión social. Hay un efecto medible e indiscutible de implementar planes que aumenten el disfrute de las personas en el trabajo, lo que hace atractivo incluir la felicidad laboral. Algunos de los beneficios que podemos nombrar son: mayores índices de productividad, ganancias, creatividad, innovación y motivación, sin embargo, vengo reflexionando hace un tiempo en que “de eso tan bueno no dan tanto”.
Percibo una necesidad imperante y hasta agobiante de aplicar los principios y políticas que propone la felicidad laboral en las organizaciones, cualquiera que sea su tipo, y me ocupa el pensar que sistemáticamente estamos trabajando para encuadrar a las personas en un perfil sujeto a prácticas de “control psicosocial”, muchas de ellas promoviendo el individualismo, o el mirar para dentro para auto gestionarse. No quiero que se me malinterprete, y que piensen que no es necesario el bienestar, todo lo contrario, hay una realidad llena de colaboradores con burnout, estrés y patologías fisiológicas relacionadas. Sí que si debemos cuidar al talento de las organizaciones, pero quiero expresar lo que a mi parecer falta.
Dicen que las compañías en sí no piensan, y son las personas las que marcan el rumbo. Entendiendo eso, sabemos que hay una repercusión de los actos individuales en el entorno, un flujo eterno entre lo interno y externo. Por otro lado, la historia nos enseña cómo las diferentes transformaciones sociales han nacido desde una necesidad no resuelta, una inconformidad, una precarización o alguna injusticia. Creo que colocando estos dos escenarios, hay que evolucionar el concepto de bienestar al de CONCIENCIA, porque la implementación de modelos de bienestar no debe estar acotada a los beneficios de la actividad de una organización, sino trascender a la necesidad social para transformar realidades. Además de que los colaboradores encuentren un sentido en su labor, alineen su propósito a una empresa, gestionen sus emociones, generen espacios de gratitud y apreciatividad, promuevan una gestión participativa y tengan herramientas para administrar el conflicto, las personas deberían salir de un plan de felicidad laboral, con más inquietudes que respuestas, con un cierto grado de inconformismo, con las ganas de llevar todo lo que bueno que le trae esta experiencia a lo que el sistema nos dice que no es de nuestra incumbencia.
No llevemos la ciencia del bienestar a lo que se convirtió la economía, que así la define Adela Cortina: “Una ciencia que no consigue que coman los seres humanos es un fracaso como ciencia”…
Estamos en un escenario sediento de activistas. Es ahora o nunca. Invito abiertamente, que hagamos menos show y más materialización de todo lo bueno que nos trae la ciencia del bienestar.
Salgamos a equilibrar el mundo.
Karen Gómez Diazgranados
Activista del bienestar